El torero de Mississippi salió por la puerta grande

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Inevitablemente quedé patidifuso. Tomando prestados símiles taurinos, el músico se encerró en la plaza con seis toros, seis, saliendo airoso, y no solamente eso, sino que salió por la puerta grande blandiendo orejas y rabo.

Se clausuraba uno de los acontecimientos musicales en Europa, el Festival de Jazz de Vitoria, un ejemplo de calidad, buen gusto y profesionalidad. Calificativos no gratuitos y sinceros.

Vitoria, la ciudad, se vuelca en el Festival. Y el sábado lo pude comprobar, una vez más, a mi llegada ansiosa para presenciar una maravilla: llegué para ver y escuchar al viejo maestro, Allen Toussaint, quien, actuando como telonero del trompetista Wynton Marsalis (junto con su orquesta y el pianista Chano Domínguez) clausuraba la edición de este año. La imbricación del ambiente callejero con la música de jazz es saludable, espontánea. Hace ya muchos años que Vitoria viene acogiendo a artistas que han pasado a la historia, que han hecho historia en la ciudad alavesa y que todavía son recordados sus fantasmagóricas presencias en los añejos muros del polideportivo de Mendizorroza.

A todas luces, el torero de la noche era Marsalis, quien, junto a su orquesta del Lincoln Center, presentaba la “Vitoria Suite”, la pieza que el músico estadounidense ha compuesto expresamente para el festival, en homenaje a un festival vibrante, serio y respetado. De tapadillo, un torero veterano, un Curro Romero de atributos celestiales iba a lidiar él solo, junto a su piano, el toro bravo y entendido de la parroquia vitoriana.

Toussaint salió, enfundado en un sobrio traje, elegante su presencia distinguida, sin estridencias que distrajeran la atención en lo que más importaba: su arte intacto, sin florituras innecesarias. Y, desde la primera nota, todos sabíamos que su faena iba a ser memorable. En diálogo íntimo con su piano, la magia apareció en el coso vitoriano. Desgranando canciones eternas, hubo guiños a Levon Helm, a Llowell George (el añorado líder de Little Feat) y, por supuesto, a Profesor Longhair, el Belmonte de los músicos de Nueva Orleáns. Fue en este momento cuando se alcanzó el clímax: una espléndida versión del “Tipitina”, casi irreconocible en sus inicios, en los que se recreó con una asombrosa amalgama de sonidos.

La sobriedad del torero del Mississippi era equivalente a la verticalidad de Ordóñez, a la plasticidad de Romero, al derroche artístico de de Paula. El arte era el protagonista. Sin moverse del asiento, Toussaint dio una soberbia lección de profesionalidad, de explosión de autenticidad. El problema fue que era telonero, antesala de la supuesta figura de la noche, preludio de la actuación estelar de Wynton Marsalis. Y tuvo que marcharse, eso sí, con una ovación estruendosa, pero sin tiempo para más. Se esperaba a la figura. Yo ya sabía que había alcanzado el cielo. Con Toussaint, el arte de la música se me hizo patente. Tomó cuerpo. Y mi satisfacción quedó a rebosar.

Y la figura, contra todo pronóstico defraudó. Marsalis ejecutó la “Vitoria Suite” con una técnica perfecta, pero sin alma, sin sustrato emocional. Fuegos artificiales. Añadidos flamencos perfectamente prescindibles y dirigidos a la galería. Un toreo adornado, sin la esencia, elegantemente sobria, de la torería de Toussaint.

Con faenas como la de Toussaint, no es fácil perder la fe en la música, al corazón de un arte vapuleado. Durante una hora, Toussaint paralizó el tiempo, regalándonos un trocito de eternidad que quedará, para siempre, marcado a fuego en la memoria.

Y el coso de Vitoria, añadirá, sin duda, la faena de Toussaint a sus más insignes anales.